MÁS SOLO QUE LA UNA
Tengo 37 años, mentiría si digo que nunca he estado en brazos de ninguna mujer, porque mi madre me dormía en su regazo hasta los 11 años. Fui un niño tímido y retraído, aunque me inquietaban las conversaciones de los adultos desde que a los 3 años escuché a mi padre hablar con una vecina de sus sueños nocturnos. No tuve hermanos hasta los 13 años cuando, en una reconciliación, mis padres concibieron a mi primera y única hermana. Con ella el contacto fue escaso, por los años que nos separaban y porque mi vida nunca volvería a ser como antes. A esa edad comenzaba mi incursión en el instituto, me separaba definitivamente de mi infancia y, podría decir, también me separaba de lo que había sido mi vida. Fueron años muy difíciles. Un nuevo centro, compañeros nuevos, hermana nueva y hasta cuerpo nuevo.
Poco a poco me fui acostumbrando a todo eso, a esa soledad autoimpuesta. Me había encerrado entre cuadro pareces que me separaban de la realidad donde todos los demás vivían. No concluí mis estudios, abandonándolos en tercero de bachillerato. Mi padre me puso a trabajar en su negocio, una tienda de ultramarinos, en el barrio de siempre, donde me refugiaba entre cajas y detergentes, y donde apenas tenía contacto con los clientes. Después del trabajo, me encerraba horas y horas en mi cuarto, con la única compañía de mi ordenador, mi única y gran pasión. No podría decir si el mundo era muy difícil o si yo era demasiado difícil para ese mundo. Empecé a amar en silencio, amar a seres irreales, primero de mi imaginación, después de esa ventana virtual que se abría, desde mi cuarto a través de internet. Mi sexualidad nació con miedo a ser descubierta, entre gemidos enmudecidos en mi dormitorio, sin otra piel a la que acariciar. Fuera, mi hermana con su vida, mis padres con sus desencuentros y yo, a este lado, como un soldado agazapado en las trincheras temiendo el ataque enemigo que nunca llega.
Hoy soy un hombre, o eso se podría decir por la edad que aparece en el DNI, pero no vivo una vida de hombre. Sueño con levantarme una mañana diferente, atrevido, ver cumplidos mis sueños de amar a una mujer por las noches, compartir risas con amigos, tener un destino diferente. Pero ese día no llega, nunca reúno la valentía suficiente para ser ese otro, ni tan siquiera para pedir ayuda, esa que tantas veces me han ofrecido y yo nunca me he decidido a tomar. No soy como ellos quieren, pero tampoco soy como yo quiero ser. Soy como aquél que sólo se acuerda de que tiene muelas cuando le duelen, pero que nunca va al dentista, que nunca hace nada por su dentadura, que ve cómo cada diente va cediendo su lugar al vacío de la carne, cómo su vida va cediendo a la dejadez.
Estoy más solo que la una, pero tengo miedo a cambiar, a tener amigos y tener que cuidarlos, a estrechar otro cuerpo y que se marche, a tener un trabajo que me guste y que no sea para siempre. Estoy perdido, enteramente perdido en las ideas que se han fortalecido con los años y ahora son fuertes rejas que me separan de mi felicidad. ¿Cómo he llegado a esto? ¿Cómo fueron pasando los años? ¿Por qué nadie me obligó a detenerme?
Helena Trujillo
Psicoanalista Grupo Cero
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