martes, 6 de abril de 2010

IMPOTENCIA SEXUAL: UNA MIRADA DESDE EL PSICOANÁLISIS

IMPOTENCIA SEXUAL: UNA MIRADA DESDE EL PSICOANÁLISIS
Ya les gustaría a muchos que existiera la "píldora de la felicidad". Algunos creyeron encontrarla en el fármaco Viagra que se presentaba como la panacea para la impotencia sexual. Sin embargo, años después y, pese a su uso extendido y el desarrollo de fármacos de similares características, la impotencia sigue siendo un agujero negro en el que muchos podemos vernos inmersos en algún momento de nuestra vida.
Lo reconoce Freud en el texto "Sobre una degradación general de la vida erótica" en el año 1912, la impotencia psíquica es la enfermedad para cuyo remedio se acude a la consulta del psicoanalista con más frecuencia. No existe persona alguna que no haya atravesado por un momento de impotencia o frigidez. Esto nos ha de llevar a considerar que cuando hablamos de impotencia no debemos pensar todo el tiempo en un pene erecto o flácido, sino en situaciones diversas en las cuales el sujeto, masculino o femenino, no alcanza el éxito cuando éste es esperado.
Preguntarnos acerca de una sexualidad normal, resulta inquietante, es muy difícil decir qué es normal y qué no lo es. Para Freud, lo normal de la sexualidad está muy lejos de constituir una norma. La impotencia y la frigidez, en sus diferentes maneras de mostrarse, son trastornos muy comunes y extendidos que acompañan a la vida erótica corriente. Lejos de lo que podría pensarse, la liberación de las costumbres no ha servido para modificar la frecuencia de estos trastornos. Lo que indica que liberar las costumbres no significa liberar el deseo.
La función sexual se halla sometida a muy diversas perturbaciones, que en su mayoría presentan el carácter de simples inhibiciones. Los síntomas principales de la inhibición del hombre son: 1º. Displacer psíquico; 2º. falta de erección; 3º. eyaculación precoz 4º. falta de eyaculación; 5º. falta de la sensación de placer del orgasmo. Algunas inhibiciones son evidentemente renuncias a la función a causa de que durante su realización surgiría angustia.
Las relaciones sexuales no son más que una de las múltiples expresiones de la vida del sujeto, una alteración de las mismas apunta a una manera patológica de relacionarse con el mundo. La pulsión sexual no tiene como fin original la reproducción, sino la consecución de placer, por ello la conducta sexual de una persona constituye el prototipo de todas sus demás reacciones. Un impotente en sus relaciones sexuales será probablemente impotente para otras actividades, por ejemplo escribir, hablar en público, etc.
Si nos manejamos en el terreno de la genitalidad, se clasifica como víctima de impotencia o disfunción eréctil a todo hombre que no tiene una erección lo suficientemente rígida para permitir la penetración, así como a aquellos que la pierden ante un cambio de postura o poco después de la penetración. Esto le sucede, según los datos, hasta el 20% de los varones en los países desarrollados, de los cuales menos del 10% acuden al especialista para seguir un tratamiento. Lo que caracteriza a la impotencia es una carencia de erección, pero otra forma de impotencia es la desafectivización de los objetos amorosos.
Freud ya destacaba en 1913 la importancia de establecer un diagnóstico diferencial para discernir la participación del elemento orgánico frente al neurótico, sin embargo aún hoy en día no está muy claro, para la mayoría de los profesionales de la salud, qué es la impotencia psíquica, aquella en la que no existe ninguna alteración orgánica responsable. Estrés, cansancio, exceso de trabajo, complejo de inferioridad, depresión, ansiedad, sentimiento de culpa, son los términos habituales que se manejan, pero se quedan cortos para explicar y resolver esta sintomatología. No entraremos aquí en las distintas patologías médicas, ya sean vasculares, neurológicas, hormonales o urológicas, que pueden ocasionar disfunción eréctil. Nos ocuparemos de aquellas otras situaciones en las que el organismo, pese a estar en condiciones adecuadas, no responde con éxito y satisfacción.
Es curioso que esta perturbación ataque precisamente a individuos de naturaleza intensamente libidinosa. A pesar de existir deseo a realizar el acto, el órgano no responde. El fallo no se produce, en la mayoría de los casos, sino con una persona determinada y nunca con otras. En el hombre no han llegado a fundirse las dos corrientes cuya confluencia asegura una conducta erótica plenamente normal: la corriente "cariñosa" y la corriente "sensual". El hombre muestra apasionada inclinación hacia mujeres que le inspiran un alto respeto, pero que no le incitan deseo sexual, y, en cambio, sólo es potente con otras mujeres a las que no ama, estima en poco o incluso desprecia. La inhibición de su potencia viril depende, según esto, de alguna cualidad del objeto sexual. El amor, en ellos, está centrado no en la mujer, sino en la madre. Por ello no pueden hacer el amor con la mujer que aman porque es su madre, mientras que pueden hacer el amor con una mujer a condición de que sea una mujer degradada. En la medida que sea totalmente opuesta a la madre, es que puede subordinarla.
Estos factores que motivan la impotencia psíquica se pueden encontrar en la mayoría de los hombres. En los conflictos neuróticos nos encontramos con el peso de los deseos sexuales infantiles. El pasaje del autoerotismo al amor de objeto, y a la sexualidad normal, requiere la fusión de estas dos corrientes, que por estar sobredeterminada por lo inconsciente, será siempre fallida, insuficiente, errónea. No hay que olvidar que el objeto sexual no es sino un subrogado del objeto primitivo y ninguno de los subrogados satisface por completo. El camino de la elección de objeto le ha conducido desde la imagen de su madre, y quizá también desde la de su hermana, a su objeto actual. Huyendo de todo pensamiento o intención incestuosos, ha transferido su amor, o sus preferencias, desde las dos personas amadas en su infancia, a una persona extraña formada a imagen de las mismas.
Para articular el sexo, según Freud, hay que inscribirlo en el Edipo porque sin falo no hay movimiento. El falo es la premisa universal del pene y la negativa del niño en reconocer la diferencia de los sexos, dando por hecho una única existencia. La función de la diferencia sexual se inaugura cuando se instala la función fálica, cuando se detiene la atribución imaginaria de falo, porque tanto el hombre como la mujer se constituyen como sexuados en la dialéctica fálica, y es al lugar que ocupa la madre el lugar al cual se atribuye el falo. El falo es fundamental como significante, fundamental en ese imaginario de la madre que se trata de alcanzar, porque el yo del niño se apoya en la omnipotencia de la madre. Se trata de ver dónde está y dónde no está. Nunca está verdaderamente donde está, nunca está del todo ausente de donde no está.
Madre Fálica, es la madre de ese colmamiento ideal, completud total para ambos miembros de la célula primordial. Justamente a ella debe el sujeto renunciar, en un acto nunca del todo completado en su posición inconsciente. El sujeto va haciendo su historia, de ruptura, de intentos fallidos de volverse a colgar de los brazos de su madre y de reiniciar esa historia de amor. Esta función de corte que permita al sujeto liberarse de la ilusión de ser el objeto del deseo de la madre, sólo funciona, cuando ella puede tener un deseo otro que el del hijo. Si esto no se cumple, si no hay una desviación de su mirada de los ojos del niño, si nada perturba esta situación idílica, el padre como diferencia, no puede intervenir, la relación se eterniza desapareciendo el sujeto en su condición de deseante. O el individuo sucumbe, o el deseo se modifica, o declina.
Ningún hombre puede separarse de ninguna mujer. La mujer puede, en cambio, separarse en cualquier momento de cualquier hombre. El hombre no puede separarse de su madre, en cambio, la mujer al separarse del hombre, vuelve con su madre, por eso para ella es tan sencillo. El varón tiene que elegir entre su objeto incestuoso o su sexo. Si quiere conservar uno, debe renunciar al otro. El padre simbólico, es necesario para ese destete por el que el niño sale de su acoplamiento con la omnipotencia materna. Hay una solución para el sujeto, la identificación al padre. Aquél a quien se considera haber castrado a la madre. Esta identificación al ideal del padre es la vía de solución que ofrece al sujeto la dimensión del narcisismo.
La estructura de la omnipotencia no está en el sujeto, sino en la madre, en el Otro primitivo. Quien es omnipotente es el Otro. Pero tras esta omnipotencia, se encuentra la falta última de la que se halla suspendida su potencia. Que el falo no se encuentre allí donde se lo espera, allí donde se lo exige, explica que la angustia sea la verdad de la sexualidad. La castración es el precio de esa estructura. Es un juego ilusorio: no hay castración, porque en el lugar donde tiene que producirse, no hay objeto para castrar. El goce fálico es el obstáculo por el cual el hombre no llega a gozar del cuerpo de la mujer, precisamente porque de lo que goza es del goce del órgano. En la medida que el placer tiene un límite, donde demasiado placer es un displacer, se detiene y parece que no falta nada.
No está mal partir de la impotencia para comenzar a interrogarse sobre lo que es el deseo. Si la impotencia teme, no es temor ni a la potencia ni a la impotencia. El sujeto humano, en presencia de su deseo, llega también a satisfacerlo, a anticiparlo como satisfecho. El sujeto teme la satisfacción de su deseo, lo que le hace depender a la vez, de aquél o aquélla que va a satisfacerlo, a saber, del otro. La angustia constituye el medio del deseo al goce. No hay deseo realizable por la vía en la que lo situamos sino implicando la castración. Si el sujeto se situara mejor con respecto a lo que para él constituye ley, temería menos perder su deseo. El temor de la pérdida del deseo remite a la castración.
La mujer deseable y deseante es una figura peligrosa. Representa una criatura de la que hay que huir porque puede condenar a la castración o bien una criatura a la que hay que someter a prácticas sádicas para degradarla. Lo que es temido y a lo que se tiene miedo en la penetración, es precisamente el encuentro con ese falo, el falo hostil, el falo paterno, el falo a la vez fantasmático presente y absorbido por la madre, del cual la madre misma detenta la potencia verdadera. Para los hombres la niña es el falo y es eso lo que los castra; para las mujeres el niño es la misma cosa, el falo, que es lo que las castra también, porque ellas no adquieren más que un pene y está fallado. La realización genital está sometida, como a una exigencia esencial, a la simbolización: que el hombre se virilice, que la mujer acepte verdaderamente su función femenina. La frigidez femenina se produce por la envida al pene, la impotencia masculina por la amenaza de castración. Parece que la frígida está hecha para el impotente y éste para la histérica, ambos huyendo en el síntoma de las diferencias sexuales. Cuanto menor la potencia del hombre, tanto más predominante será la histeria de la mujer. El encuentro entre un hombre y una mujer debería ser un encuentro sin esperanzas, y sin embargo, ella ambiciona que él transforme su deseo, y él ambiciona que ella hable de su deseo. Ambos saben que no podrán.
Es más fácil para el hombre afrontar a cualquier enemigo sobre el plano de la rivalidad que afrontar a la mujer en tanto ella es el soporte de la verdad. El goce del hombre y de la mujer no se conjugan orgánicamente. Si algo está presente en la relación sexual es el ideal del goce del Otro. En la medida del fracaso del deseo del hombre la mujer es conducida a la idea de tener el órgano del hombre. A la potencia no se le demanda que esté en todas partes, se le demanda que esté allí donde está presente, y justamente porque allí donde es esperada desfallece. Si la relación amorosa es aquí acabada, lo es en tanto que el otro dará lo que no tiene, y esta es la definición misma del amor.
El goce de la mujer está en ella misma y no se junta con el Otro. Lo que la mujer encuentra en el hombre, es el falo real, y entonces, su deseo encuentra allí, como siempre, su satisfacción. Si algo nos revela la experiencia, es la heterogeneidad radical del goce masculino y del goce femenino. Nada puede acercarse más al goce más perfecto que el orgasmo masculino. Sólo que únicamente el falo puede ser feliz, no el portador del susodicho. Un hombre sólo goza si ella lo desea.
Gracias al psicoanálisis, ahora, al fin, él sabe que está castrado. En fin, él lo sabe, al fin. Lo estaba desde siempre. 
Un hombre libre, sano y fuerte, también puede construirse. Finalizar, romper, para empezar, para construir.
Helena Trujillo.
Psicoanalista Grupo Cero
Telf.  952 39 21 65


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