Las resistencias contra el psicoanálisis
-No se puede decir mejor-
Extracto del texto escrito por Sigmund Freud en 1924
El lactante sostenido por el brazo de su nodriza que se aparta sollozando de una cara extraña; el creyente que inicia el nuevo año con una oración, y que saluda, bendiciéndolos, los primeros frutos del estío; el aldeano que se niega a comprar una guadaña si no lleva la marca de fábrica familiar a sus antecesores. En los tres casos se trata de un mismo displacer, que en el niño halla expresión elemental y primitiva, en el creyente aparece artificiosamente elaborado, para el aldeano se convierte en motivo de una decisión. Pero la fuente de este displacer es el esfuerzo que lo nuevo exige a la vida anímica. Sería tentador hacer de la reacción psíquica frente a lo nuevo el tema de un estudio especial, pero también se suele observar la actitud opuesta: una sed de estimulación que se apodera de cuanto nuevo encuentra, simplemente por ser nuevo.
La aprensión ante lo nuevo no debería sentar plaza en la labor científica. La ciencia, eternamente incompleta e insuficiente, está destinada a perseguir su fortuna en nuevos descubrimientos. Para evitar el engaño fácil le conviene armarse de escepticismo, y rechazar toda innovación que no haya soportado su riguroso examen. Mas este escepticismo muestra en ocasiones dos características insospechadas, pues mientras se opone con violencia a la novedad recién nacida, protege respetuosamente lo que ya conoce y acepta, conformándose, pues, con reprobar aun antes de haber investigado. Pero así se desenmascara como un simple heredero de aquella primitiva reacción contra lo nuevo, como un nuevo disfraz para asegurar su subsistencia.
Todos sabemos cuán frecuentemente en la historia de la investigación científica las innovaciones fueron recibidas con intensa y pertinaz resistencia. Una recepción particularmente ingrata le fue deparada al psicoanálisis. Su novedad era indiscutible, aunque junto a estos hallazgos elaborara cuantioso material ya conocido de otras fuentes.
Al principio su importancia fue puramente terapéutica: pretendía establecer un nuevo y eficaz tratamiento de las enfermedades neuróticas. Pero ciertas vinculaciones llevaron al psicoanálisis más allá de su objetivo original. De tal manera, por fin, llegó a sustentar la pretensión de haber fundado sobre nuevas bases nuestra entera concepción de la vida psíquica. Después de un decenio de completo desdén, se convirtió de pronto en objeto de interés público, y al mismo tiempo desencadenó una tempestad de indignada reprobación.
El psicoanálisis halló desde entonces numerosos seguidores de importancia, animados por diligente afán que lo ejercen como procedimiento terapéutico para los enfermos nerviosos, como método de investigación psicológica y como recurso auxiliar de la labor científica.
Si alguien lograse demostrar y aislar la o las sustancias hipotéticas que intervienen en la génesis de las neurosis, tal hallazgo no tropezaría por cierto con la protesta de los médicos. Sólo podemos tomar como punto de partida el cuadro sintomático que presentan las neurosis; por ejemplo, en la histeria, el cortejo de trastornos somáticos y psíquicos. Ahora bien: tanto las experiencias de Charcot como las observaciones clínicas de Breuer nos enseñaron que también los síntomas somáticos de la histeria son psicogénicos, es decir, que representan sedimentos de procesos psíquicos transcurridos.
El psicoanálisis tomó este nuevo conocimiento como punto de partida, comenzando por preguntarse acerca de la índole de esos procesos psíquicos que dan lugar a tan singulares consecuencias. Pero semejante orientación científica no podía agradar a la generación médica de entonces, educada en el sentido de la valoración exclusiva de los factores anatómicos, físicos y químicos sin estar preparada para apreciar lo psíquico, de modo que lo enfrentaron con indiferencia y aversión. Evidentemente, los médicos dudaban de que los hechos psíquicos pudieran ser sometidos, en principio, a una elaboración científica exacta.
Los síntomas de la neurosis histérica eran tenidos por productos de la simulación; las manifestaciones del hipnotismo, por supercherías. Hasta los psiquiatras, cuya atención se ve asediada por los fenómenos psíquicos más extraordinarios y asombrosos, no se mostraban dispuestos a considerarlos en detalle y a perseguir sus vinculaciones, conformándose con clasificar el abigarrado cuadro sintomático.
En esta época materialista -o, más bien, mecanicista- la medicina realizó magníficos progresos, pero, no obstante, ignoró ciegamente el más excelso y difícil de los problemas que plantea la vida.
Cabría aceptar que la nueva doctrina despertara tanto más fácilmente el aplauso de los filósofos. Pero aquí tropezó con un nuevo obstáculo, pues lo psíquico de los filósofos no equivalía a lo psíquico del psicoanálisis. ¿Qué puede decir, pues, el filósofo ante una ciencia como el psicoanálisis, según la cual lo psíquico, en sí, sería inconsciente, y la consciencia, sólo una cualidad? Naturalmente, el filósofo afirmará que un ente psíquico inconsciente es un desatino. El filósofo, que no conoce otra forma de observación más que la de sí mismo, no puede seguir al analista por este camino. Así, el psicoanálisis sólo saca desventajas de su posición intermedia entre la medicina y la filosofía.
Semejante situación bastaría para explicar la recepción indignada y reticente que los círculos científicos dispensaron al psicoanálisis, pero no permite comprender cómo se pudo llegar a esos estallidos de furia, sarcasmo y desprecio. Tal reacción permite adivinar que debieron haberse animado otras resistencias, fuera de las meramente intelectuales; que fueron despertadas fuertes potencias afectivas.
Nos encontramos ante todo con la fundamental importancia que el psicoanálisis concede a los denominados instintos sexuales en la vida psíquica del hombre. Según la teoría psicoanalítica, los síntomas neuróticos son deformadas satisfacciones sustitutivas de energías instintivas sexuales, cuya satisfacción directa ha sido frustrada por resistencias interiores. Más tarde, cuando el psicoanálisis traspuso los límites de su primitivo campo de labor, permitiendo su aplicación a la vida psíquica normal procuró demostrar que los mismos componentes sexuales, desviados de sus fines más directos a otros más lejanos, constituyen los más importantes aportes a las obras culturales del individuo y de la comunidad. Estas afirmaciones no eran totalmente nuevas, pues ya el filósofo Schopenhauer había señalado con palabras de inolvidable vigor la incomparable importancia de la vida sexual.
Pero los adversarios olvidaron la existencia de tan ilustres precursores, ensañándose con el psicoanálisis como si éste hubiera cometido un atentado contra la dignidad de la especie humana.
La cultura humana reposa sobre dos pilares: uno, la dominación de las fuerzas naturales; el otro, la coerción de nuestros instintos. Entre los elementos instintuales así sometidos a su servicio, descuellan por su fuerza y su salvajez los instintos sexuales en sentido más estricto. El psicoanálisis jamás estimuló el desencadenamiento de nuestros instintos socialmente perniciosos; bien al contrario, señaló su peligro y recomendó su corrección.
Pero la sociedad nada quiere saber de que se revelen tales condiciones. La sociedad sostiene un estado de hipocresía cultural que necesariamente será acompañado por un sentimiento de inseguridad y por la precaución que consiste en prohibir toda crítica y discusión al respecto.
Esto rige para todas las tendencias instintuales, es decir, también para las egoístas. El psicoanálisis pone al descubierto las flaquezas de este sistema y recomienda su corrección. Propone ceder en la rigidez de la represión instintual, concediendo más espacio a la sinceridad. Ciertos impulsos instintuales, en cuya supresión la sociedad ha ido demasiado lejos, han de ser dotados de mayor satisfacción; en otros, la represión se muestra ineficaz y debe ser sustituida por un procedimiento mejor y más seguro.
El psicoanálisis fue tachado de «enemigo de la cultura». Hasta ahora la actitud del hombre frente al psicoanálisis sigue siendo dominada por este miedo.
El psicoanálisis puso fin a la fábula de la infancia asexual, demostrando que los intereses y las actividades sexuales existen en el niño pequeño desde el comienzo de su vida. Todo esto se puede confirmar con tal facilidad, que realmente fue preciso desplegar un enorme esfuerzo para lograr pasarlo por alto. En efecto, cada individuo recorre esta fase, pero luego reprime enérgicamente su contenido, llegando a olvidarlo. La repugnancia ante el incesto y un enorme sentimiento de culpabilidad son residuos de esa prehistoria individual.
Las fuertes resistencias contra el psicoanálisis no eran, pues, de índole intelectual, sino que procedían de fuentes afectivas.
El concepto psicoanalítico de la relación entre el yo consciente y el inconsciente constituye una grave afrenta contra el amor propio humano, afrenta psicológica, equiparándola a la biológica, representada por la teoría evolucionista, y a la anterior, cosmológica, infligida por el descubrimiento de Copérnico.
No es fácil formarse un juicio independiente en las cosas psicoanalíticas, a menos que se haya experimentado esta ciencia en carne propia o en el prójimo. No es posible hacer lo último sin haber aprendido antes determinada técnica harto dificultosa.
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